Un León en tiempo anteriores poderoso,
ya viejo y achacoso,
en vano perseguía, hambriento y fiero,
al pequeño becerrillo y al cordero,
que, trepando por la áspera montaña,
huían libremente de su maña.
Afligido por el hambre a par de muerte,
discurrió su remedio de esta suerte:
Hace correr la voz de que se hallaba
enfermo en su palacio, y deseaba
ser de los animales visitado.
Acudieron algunos de contado;
más que el gran mal que lo postraba
era un hambre voraz, tan sólo usaba
la receta exquisita
de engullirse al Monsieur de la visita.
Se acercó la Zorra callada
y, a la puerta asomada,
atisba muy despacio
la entrada de aquel cóncavo palacio.
El León la miro, y en el momento
la dice: —Venaquí; pues que me siento
en el último instante de mi vida,
visítame como otros, mi querida.
—¿Cómo otros? ¡Ah, señor!, he conocido
que entraron, sí, pero que no han salido.
Mirad, mirad la huella,
bien claro lo dice ella;
y no es bien el entrar do no se sale.
La prudente cautela mucho vale.